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lunes, 13 de junio de 2011

Sucha . Pedro, la mascota rara en tierra yuracaré

Pedro es una mascota a la que Sonia Barrios quiere con toda el alma. Pero este animal no es un gato, ni un perro, ni siquiera una lagartija. Se trata de un sucha, de esos que uno ve sobrevolar por encima de las osamentas de una vaca o de un burro que se pudre a un costado de la carretera.


Pero Pedro no es un sucha cualquiera. Es el ‘niño mimado’ de Sonia Barrios, una muchacha de 20 años que no puede hablar, y de ese puñado de indígenas yuracarés que vive en El Pallar, un ranchito anclado a un costado del río Ichilo, dentro del departamento de Santa Cruz y a tres horas en bote de Puerto Villarroel, que se encuentra ya en territorio cochabambino.
El Pallar está en la parte alta de la ribera del Ichilo. El bote se detiene en un muelle improvisado y hay que subir un barranco de tres metros para llegar a él. En la cima nace un terreno plano y aparece un mástil con una bandera tricolor flameando.


A cien metros está la primera casa de palo con techo de hojas de motacú. En esa esquina del mundo, las lanchas que se impulsan a remo o con motores fuera de borda también navegan de noche. Esto no sería novedad si es que lo hicieran con un reflector que ilumine las aguas para que los troncos y otras malezas que trae el río en épocas de lluvia se hagan visibles.


Es martes en la noche. El bote navega sin sobresaltos y en el cielo apenas se ve un grupo de estrellas. El río está quieto y el hombre que pilotea la lancha metálica asegura que conoce la ruta al dedillo, que sabe en qué momento debe hacer el zigzag para evitar que la pequeña nave se choque con esos estorbos naturales del río. El Pallar también está casi oscuro.

En la lancha. La muchachada navega por el Ichilo camino a la escuela más cercana.


Del marco de las puertas penden unas lámparas a pila que no alumbran más de dos metros a la redonda. Estos artefactos tienen la función de servir de guía para quien se encuentre afuera y para no tropezar con la pata de un catre, o con el perro que está durmiendo a los pies de una olla vacía.


En la casa de Sonia Barrios también hay una lámpara que cuelga del marco de la puerta y encima del techo se ve la sombra de un ave grande con la cabeza oculta en una de sus alas. “Es Pedro”, dice un niño que se ha levantado de la cama y después aclara que Pedro es un sucha que su hermana Sonia ha criado desde que éste era pequeño y blanco, (de eso hace tres meses), y que ahora el animal cuida la casa como un perro y juega a la pelota como un niño más de esa comarca que está metida en las entrañas de la reserva forestal Choré.


Sonia asiente con la cabeza. Ella no puede hablar porque es muda y Pedro entiende las señas que ella le hace. Pero el sucha no solo obedece ante el lenguaje de las señas, sino también cuando le hablan en castellano y en yuracaré. La noche de ese martes de abril el animal se quedó quieto en el techo de la casa, pero al día siguiente, con un sol posado en un cielo sin nubes, Pedro sobrevoló El Pallar durante la mañana y bajó a comer a las 13:00 con un apetito que devoró los restos de un pescado cocinado a un costado del fuego donde Sonia prepara la comida para sus padres y sus cuatro hermanos.


El sucha tiene una vista admirable. Su ama levanta los brazos desde el patio de su casa. En una mano está el pescado y el animal, al verla, se lanza con su vuelo pesado y antes de poner sus patas negras en el suelo aletea y después camina con sus tres kilos de peso. Los que han estudiado a los suchas, esos animales que en el resto del mundo se los conoce como buitres, revelan que estos localizan a sus presas exclusivamente mediante la vista, y no con el olfato. También dicen de ellos que probablemente poseen unos ojos muy agudos, aunque no tanto como los de algunas rapaces que se alimentan de pequeños animales en movimiento.


Pero a Pedro le basta ver a Sonia moviendo los brazos para lanzarse a devorar el banquete. Este sucha picotea el pescado y lo hace saltar de un lugar a otro. La carne se empolva y veinte minutos después solo quedan las espinas.


Dos perros blancos lo miran todo el tiempo, respetan su hábito alimenticio y después le ladran, lo corretean. “Están jugando”, dicen los hermanos de Sonia, y ella asiente con la cabeza, se ríe y después va tras Pedro, lo alza y lo acaricia como a un perro. Pedro se acurruca y se duerme como un bebé.
Ella lo crió desde que el animalito rompió el cascarón de un huevo que fue incubado en el nido de un bibosi. Abelio Pradel lo encontró cuando fue a recoger los plátanos de su chaco que tiene a dos kilómetros de su casa.


Al ave, blanca como un capullo de algodón, la vio en su nido y él estiró la mano y la sacó de ese lugar donde estaba cobijadao y caliente. La llevó a El Pallar y Sonia tras que la vio, se ofreció para cuidarla, para darle de comer gusanitos y ponerla cerca del fuego para que se caliente. También la cuidó del gato, de ese felino que la acechaba con sus ojos grandes a las dos de la tarde, mientras en la casa los adultos hacían la siesta y los muchachas jugaban a ser monos colgándose de las ramas de los árboles.

Se bañan en una laguna que amenaza secarse















NAVEGAR ANTES QUE CAMINAR
En tierra yuracaré hay un dicho que se ha popularizado: los niños, antes de caminar, tienen que aprender a navegar en las lanchas de madera que ellos las llaman ‘peque peque’.
Y la verdad es que no solo aprenden a ser pasajeros de esas embarcaciones, sino, también se hacen duchos en manejar esos medios de transporte por las aguas bravas y a estacionar suavemente en los puertos artesanales que los adultos construyen en cada rancho.


Los niños se mueven por el agua rumbo a la escuela. A las 6:30 ya están bajando por los senderos que unen sus comunidades con el río. Van de mandiles blancos, chancletas de goma y sus útiles escolares los envuelven en bolsas de nailon por si el agua salpica o por si ocurre la desgracia de que la ‘peque, peque’ se vuelque.
Para esos casos, ellos están preparados para nadar hasta la orilla, cuidando que sus conocimientos acumulados en los cuadernos y en sus libros también sobrevivan a cualquier circunstancia.


El Pallar es una de las pocas comunidades yuracarés que cuenta con una escuela. Hasta ahí llegan alumnos de Corte Hondo, de Nueva Betel y de otras que están ya sea sobre la línea del Ichilo o tres o cinco kilómetros tierra adentro.


Sarina, de 10 años y estudiante de quinto básico, maneja la ‘peque peque’ a un ritmo moderado, 10 km por hora, porque sus padres le han dicho que si apreta el acelerador, la embarcación, que mide cinco metros de largo por un metro de ancho aproximadamente, puede volcarse. A ese ritmo los viajes de un pueblo a otro duran entre media hora, el más corto, y nueve horas, el más lejano, 20 veces más lento que un deslizador de aluminio con motor fuera de borda.


Hay una explicación razonable por la cual los yuracarés utilizan un medio de transporte lento, y no esos aparatos que dan la impresión de que vuelan a centímetros del agua.
José Luis Blanco, el gran cacique del pueblo Yuracaré se queja de que ellos no tienen dinero para comprar la gasolina que demanda un motor de esos que son veloces Por citar un ejemplo, dice, un deslizador, para navegar durante ocho horas seguidas necesita cien litros de gasolina y cinco litros de aceite, mientras que una ‘peque peque’ se traga solo 10 litros de combustible pero esas ocho horas las convierte en 30.


Pero el paso del tiempo duele menos en suelo yuracaré. Allá, la premura aún no se ha inventado, como tampoco el tráfico vehicular (en este caso, fluvial), ni las bocinas, ni las llegadas tarde al trabajo.


Ese grupo de estudiantes empujados por el barquito manejado por Sarina, la niña de 10 años, solo tiene un motivo para querer llegar 10 minutos antes a la escuela de El Pallar. Tienen unas ganas locas de jugar con Pedro, al que los niños llaman el pájaro grande, al que persiguen por el campo y el que corre como un viejito agachado, con sus alas topando el suelo y su cuello encorvado y con su fama ancestral de ser un ave carroñera.


Pero Pedro está alejado de esa fama. Ibelio Pradel, cuenta que el animal casi no se junta con las aves de su misma especie. Afuera de la manada da unas vueltas por el extenso cielo de El Pallar y aterriza en el puerto artesanal donde las ‘peque peque’ son atadas para que el Ichilo no las haga naufragar.

Espectáculo. El sol se pone y el horizonte se queda color naranja












Los hombres llegan de pescar a eso de las siete de la mañana. Han estado aguas adentro durante el amanecer, con sus anzuelos o con sus redes de hilos de plástico en el agua, y ahora que están llegando a la comunidad lo hacen con una sonrisa porque la carga de pescado ha sido pródiga.


Desde las alturas el sucha de Sonia los divisa y baja plácidamente hasta ellos. Uno de los hombres le arroja un pescado y Pedro le da unas puntadas con ese su pico negro que tiene. A diferencia de los otros suchas, que no fueron domesticados, éste no tiene la cabeza pelada.


Los estudiosos de aves de rapiña coinciden en que una cabeza con plumas se mancha con sangre y con otros fluidos durante la alimentación y eso hace difícil de mantenerla limpia, y que por eso, la naturaleza que es sabia, le ha ido quitando el plumaje a estos animales. Esta situación puede explicar que como Pedro no corre el riesgo de mancharse a la hora de comer, las plumas de su corona no se han caído. Es en esa parte del cuerpo en la que Sonia, cuando este llega a casa, le hace cariño y el animal cierra sus ojos y se acurruca como un cachorro.
En la tarde, después de la hora de la siesta, Pedro se une a un grupo de suchas no domésticos que se quedan a comer las vísceras de los pescados que han dejado los yuracarés en la arena del río Ichilo. El se acerca lo más que puede pero esta vez no picotea los desperdicios que están regados en la playa. Pedro revolotea en ese vecindario y cuando alguno de los otros intenta golpearlo con su pico, con sus alas o con sus patas, se manda a cambiar en pocos segundos.


Después se posa en el techo de la casa de Sonia y cierra sus alas hasta que su ama le mueva sus brazos avisándole que está servida su cena.

Un buitre desde las alturas

- Los suchas, también conocidos como buitres, son aves rapaces del orden Falconiformes que suelen alimentarse de animales muertos, aunque a falta de estos, son capaces de cazar presas vivas. Los buitres se encuentran distribuidos por todos los continentes, la Antártida y Oceanía.

- Estos animales carecen de garras poderosas; las que tienen son cortas, más adaptadas para andar que para matar. Algunos poseen lenguas especializadas que les permiten alimentarse con rapidez de la carne blanda y extraer el tuétano de los huesos. Todos son de gran tamaño y están adaptados para volar a gran altura.


- A sus prácticas carroñeras se une el hábito de adherir a sus patas, cuando tienen calor, una sustancia producto de la combinación de sus heces y orina que les ayuda a moderar su temperatura corporal, dado que carecen de glándulas sudoríparas. Se ha descubierto que esta sustancia es más eficaz que el sudor para el mismo cometido. Los científicos hallaron en la orina del buitre amoníaco, el cual con seguridad le sirve para exterminar a casi todas las bacterias con las que inevitablemente establece contacto mientras se alimenta.


- Los buitres pueden ver grandes animales muertos, o divisarse unos a otros, a distancias de varios kilómetros. Observan también a otras aves, y hasta a los leones y las hienas cuando estos andan en busca de comida. Como localizan a sus presas mediante la vista, no pueden hacerlo en zonas boscosas y, donde, debido a su poco sentido del olfato, no encontrarán un animal muerto, aunque este se halle en un espacio abierto, si está cubierto por algún matorral o por barbechos.

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